Como siempre, no sé por dónde empezar a
escribir. Cientos y cientos de entradas atrás y cuatro años más tarde, sigo
como la primera vez. Las palabras no me salen solas
desde allá por los Carnavales de 2010. Hubo un tiempo en el que el devenir
se anclaba a mi persona, a lo que sentía y pensaba, y que jamás y nunca dije
porque no me atreví. Simplemente escribía porque era lo único que sabía hacer
bien. A día de hoy dudo hasta de eso, pero sigo confiando en que el tiempo pone
a cada uno en su lugar, y que éste es el mío. Van pasando los años, y gracias a
mi enorme memoria sigo recordando todos y cada uno de los días que han pasado
desde que salté. Es cierto que salté, y me caí, y me pegué la mayor hostia de
mi vida, y quise poder levantarme, y no lo pude lograr; es más, aún hoy no me
he levantado. Soy de esas personas que aprende rápido según qué cosas, que no
hacen nada que no tenga que ver con lo que le gustaría que sucediera y que sabe
que jamás ha pensado con claridad y con mente fría; soy de las que duermen y
callan por no discutir abiertamente, de las que saben sin conocer, y de las que
apenas sabe disimular. Soy de las que miente por no hacer daño, y de las que
está dañada sin saber aún exactamente el porqué. Desde fuera parece que esto me
gusta, pero no, no es así. Dormí durante un año entero y calle durante meses y
meses en aquel sofá azul. Nadie supo nunca lo que pasé, y de haberlo ocultado
me siento orgullosa. La verdad es que no consigo acostumbrarme a las
suposiciones ajenas, pues quiero tener las mías propias. Aunque sigo sabiendo
que tengo que esperar lo peor, necesito que ciertas peligrosidades salgan de mi
vida. Necesito odiar más de lo que odié, necesito volver a concentrarme y
necesito blindar mi vida. Necesito y debo ser otra, otra distinta a la que todo
el mundo conoció. Quiero que la desgana ya no gane, y quiero desaparecer y que
alguien consiga echarme de menos. Quiero pensar cada día de mi insulsa vida que
todo será mejor mañana, y que no volverá a ser como ayer.
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