domingo, 20 de mayo de 2012

Era un sábado familiar, de tienda en tienda, pasando el tiempo distrayendo la vista. Sin tacones altos, ni maquillaje, sin vaqueros apretados, sin coquetearle al mundo salvo por una fina línea negra en mi párpado superior y unas pestañas rizadas antes de salir presurosamente de casa. No descubrí fórmula alguna para el desconsuelo, no puse suplentes, ni se me ocurrió sacar el clavo con otro clavo. Dejé que mi tiempo de luto durase lo que tuvo que durar. Funcionó. Aparecieron con su boca preparada para mentir y mentir, me indujeron al engaño y yo me dejé engañar en la poca ingenuidad que me quedaba, entregándole al destino una cuota de duda cuando lo presentaban ante mí. Estuve un tiempo pensándolo hasta que luego supe que lo que aparecen son días entre el calendario que son difíciles de sobrellevar: son esos días en los que hay que improvisar y no se está permitido desahogarse. Te callas y aprender a sobrellevar que no hay nada más allá de lo que puedes imaginar. Sin embargo, a día de hoy sé que ésta es la realidad sin que esté salpicada de embriaguez, igual que también sé que yo tan solo soy una reincidente confesa que volvió a caer una vez más en el beneplácito de sus recuerdos. Sé que a veces me gusta no ser, pero también sé que no siempre sé lo que sé. Eso sí, nunca he sido tan erróneamente feliz como lo soy hoy.

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