martes, 8 de marzo de 2011

El mechero que compré era de color violeta, violeta claro tirando a lila. Con él encendía cada uno de los cigarillos que apagaban con su humo nuestras vidas mientras bebíamos cervezas en el bar de la esquina. El camarero pensaba que éramos unos sucios borrachos contando historias sin sentido y con un fin y moraleja que sólo los necios, y los que conocen que es la despedida, comprenden. Él narraba sus aventuras como si de un libro se tratase, se emocionaba, se le veía que le gustaba lo que estaba contándome. Él tenía pasión por lo que decía. Llegó mi turno. Empecé contando mi historia desde hacía un año atrás hasta ese mismo día: que si  me marché creyendo que sería lo mejor para alejarme de los que me hicieron daño, que si no me gusta vivir allí, que si la soledad nunca es bienvenida, que si me gustaba dormir con la luz encendida, que si el sabor amargo me daba escalofríos... y miles de cosas más que, repito, solo los necios saben porqué no se pueden contar. Se notaba que yo no tenía pasión, que sólo bebía, como si quisiese no hablar de mi tema, de mi gente, de mí. Volvimos a encender otro cigarro más. Entre tanto humo ya no nos veíamos ni las caras, pero sabíamos que si queríamos que el otro nos escuchara, esa cortina de humo no sería ninguna tapadera. Ya no tenía esa raya negra en mis ojos, no por el humo, ni por las horas que llevábamos sentados en esos viejos bancos de madera; sino porque sabía que me tocaba desaparecer por un tiempo y que pasaría lo que más temía: que después de tantísimo me tocaría volver a echar de menos. Triste ¿verdad?

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