sábado, 30 de julio de 2011

Tenía diecisiete años y la vida en suslabios.

El hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres me había explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. Nada me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que al hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en el caserón de la avenida del Tibidabo con Bea en el que el rumor de la lluvia se llevó el mundo. Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo rescatar aun imagen robada al calor de las llamas. Bea, desnuda y reluciente de lluvia, tendida junto al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido desde entonces. Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema de lo dedos. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte.
- Hazme lo que quieras. - susurró.

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