Ella lo llamaba Truhan, y es que siempre lo fue. Como buena psiquiatra que era sabía perfectamente que nunca, bajo ningún concepto, cambiaría sus expectativas de vida, aumentando siempre sus experiencias con mujeres alocadas, hermosas y jóvenes con pinta de quinceañeras. La última vez que lo vio fue en una fiesta, iba acompañado de una hindú de metro ochenta y cinco y un bindi de un color rojo teja entre sus cejas. Le pareció un color precioso que le hacía juego con sus ojos azules. Era exótica y tenía un enorme tatuaje en su espalda que podía ver gracias a su vestido con escote por detrás. Un escote que llegaba casi hasta donde la espalda pierde su nombre. Hacían una preciosa pareja, hasta ella lo reconoció. Se acercó y le saludó muy educadamente. Su acompañante hindú se giró definitivamente, y entonces fue cuando le dio una punzada en el pecho, como si todo aquello que hubiera conseguido años atrás y que estaba secuestrado en un sitio casi oculto escapase y encontrara por fin la libertad.
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